No importa cuánto griten. No importa cuántas urnas llenen de papeles falsos ni cuántas cadenas transmitan para repetir el cuento gastado de la “democracia participativa”. La verdad siempre encuentra grietas. Y esta semana, Venezuela lo ha demostrado de nuevo.
En medio de elecciones amañadas y retóricas vacías, una
acción silenciosa —pero profundamente valiente— nos recordó que el alma de un
país no se apaga con decretos ni represión.
No es la primera vez que vemos lo imposible ocurrir. Tampoco
será la última. Porque, aunque muchos prefieran callar o mirar a otro lado, hay
una fuerza viva que no se deja someter: la dignidad. Esa que florece aún en
medio del asfalto, como un eco de libertad en tiempos oscuros.
Los que siguen dentro, resistiendo. Los que están fuera,
denunciando. Los que escriben, crean, construyen memoria… Todos somos parte del
mismo relato: el de un pueblo que, a pesar del exilio, la censura y la
traición, se niega a olvidar quién es.
La historia venezolana aún se está escribiendo. Y no la
dictarán los usurpadores, sino quienes siguen creyendo en la fuerza de la
palabra y en la justicia que, aunque tarde, siempre llega.