jueves, 11 de septiembre de 2025

Talento hay. Lo que falta es una FVF a su altura

 

Maturín a reventar, dos veces arriba, y el 6–3 que dolió más por lo que prometía que por lo que fue. Si estabas en el estadio —o frente a la pantalla— sentiste las dos cosas a la vez: orgullo porque esta Vinotinto ya le compite a cualquiera, y rabia porque, cuando tocaba cerrar, el piso se abrió. La tesis cabe en una línea: no nos falta fútbol; nos falta protección institucional para que el fútbol florezca. El chivo expiatorio fácil es el banquillo. El responsable real está arriba.

Primero, lo justo: a los jugadores, gracias. A una generación que se despide con deuda mundialista —Rincón, Rondón y compañía—, respeto y gratitud. Sostuvieron la fe cuando casi nadie apostaba. A la camada intermedia y a los más jóvenes, que ya mostraron jerarquía en Copa América y convirtieron Maturín en fortín durante buena parte de la eliminatoria, toca decirles: sí, están para más. El techo no lo marca su talento, lo marcan las condiciones que les rodean.

Ahora, lo incómodo: no son ellos ni fue Batista. ¿Hubo fallas en la cancha? Sí: gestión de «ventanas críticas» tras gol propio o ajeno, plan visitante poco transferible, toma de decisiones cuando el partido se incendia. Todo eso se entrena. Y, aun así, bajo Batista el equipo ganó identidad, compitió a nivel torneo y se hizo fuerte en casa. Despedir al técnico puede tener razones deportivas; convertirlo en culpable único es esconder la basura bajo la alfombra.

Los hechos que no conviene olvidar:

  • Un seleccionador renunció tras más de un año sin cobrar. No es “un detalle administrativo”: es una señal de sistema. Impago significa desconfianza, parálisis, tiempo tirado.
  • Otro técnico de élite salió entre fricciones contractuales y la federación acabó perdiendo en instancias internacionales, con un pago millonario que no fue a juveniles, logística o infraestructura.
  • Un ex alto cargo federativo fue inhabilitado por la justicia deportiva. Golpe a la reputación, a la credibilidad y, por tanto, al clima que necesita un vestuario.
  • La cúpula federativa convive con roles partidistas y vínculos políticos explícitos. La FIFA exige independencia de terceros; aquí la línea entre deporte y poder se ha difuminado, y esa ambigüedad contamina.
  • El vaivén de patrocinios históricos (rupturas, regresos, nuevas alianzas) habla de una dependencia volátil, a veces más cercana a la coyuntura que a una estrategia profesional sostenida.

Todo eso no mete ni saca goles directamente, pero carga la mochila. Se traduce en ruido, en negociaciones eternas, en promesas incumplidas, en staff que entra y sale, en mensajes contradictorios, en un equipo que llega a la línea final con más desgaste mental del que admite el marcador. Y cuando la noche se anuncia como «histórica», la mente hace lo suyo: te acelera, te rigidiza, te empuja a resolver solo, a descoser la estructura que te trajo hasta ahí. Sucede. Si alrededor hubiera calma, procesos y reglas, la caída no sería en picada.

La diferencia entre casa y afuera t.ambién pasa por ahí. En Maturín te lleva la ola, se multiplica la confianza y el plan luce. Fuera, con viaje, altura y hostilidad, emerge la ansiedad del «no podemos fallar». Eso se corrige con entrenamiento específico —protocolos de cinco minutos tras cada golpe, liderazgo de campo claro, balón parado como seguro—, pero solo prende si el proyecto está blindado desde arriba.

La solución no es mágica ni épica; es institucional. Tres pasos, sin fuegos artificiales:

  1. Despolitizar y profesionalizar la FVF. Incompatibilidades reales para cargos partidistas en puestos clave. Comités independientes de ética, auditoría y licitaciones. Elecciones limpias y reglas públicas. Presupuestos y contratos a la vista. Pagos a tiempo. Un fondo de contingencia para selecciones que no dependa del humor de la coyuntura.
  2. Proyecto deportivo de ciclo completo. Un seleccionador con hoja de ruta y métricas claras —traslado de la identidad casa/afuera, gestión de momentos, balón parado— y amistosos con propósito: altura, hostilidad, logística similar a eliminatorias. Menos “taquilla”, más preparación. Puentes formales con la Liga FUTVE y con el exterior para que la base crezca en ritmo e intensidad.
  3. Psicología como sistema, no como parche. Trabajo emocional permanente: regulación en partidos «de vida o muerte», protocolos de crisis personales que protejan al grupo, roles de voz definidos para encender o enfriar según el guion del juego. Esto no es «motivación de charla». Es método.

Y aquí entra tu parte. Si eres afición, periodista, patrocinador o dirigente regional, tu poder no está en exigir cambios de entrenador cada seis meses; está en exigir reglas. Pregunta y repregunta:

·        «¿La FVF publicó su presupuesto y lo auditó externamente?»

·        «¿Los contratos del cuerpo técnico incluyen garantías y se cumplen a tiempo?»

·        «¿Hay un plan de selecciones con objetivos medibles por trimestre?»

·        «¿Los amistosos preparan lo que realmente se juega en Sudamérica?»

·        «¿Quién responde cuando se incumple?»

Si la respuesta es silencio, ya sabes dónde está el problema. Si la respuesta es un comunicado con adjetivos y sin números, también.

Este golpe duele, cómo no. Pero es una oportunidad para ordenar culpas y responsabilidades. A los jugadores: «gracias por competir; no los cvamos a soltar». Al técnico saliente: «gracias por lo hecho; el fallo fue de más arriba». A quienes mandan: «si de verdad aman el fútbol, suelten el control político y dejen trabajar a los que saben». A ti: «no pidas milagros; pide reglas».

La Vinotinto ya demostró que puede. Lo próximo no depende del azar ni de una arenga. Depende de que exijas una FVF despolitizada, profesional y transparente. Con eso, el talento hará lo que sabe: ganar.

Nota final

Mientras un régimen autoritario cope todos los escenarios y lo politice todo, el futuro de la Vinotinto —y del país— se oscurece. El talento no florece en oficinas colonizadas por la obediencia y la corrupción: se asfixia entre favores, silencios y miedo. No es pesimismo; es diagnóstico. La salida no cabe en un gol de último minuto: cabe en reglas, transparencia y límites al poder de turno. Si te duele la camiseta, exige arriba. Sin institución libre no hay fútbol libre. Con una FVF despolitizada y profesional, lo que hoy parece negro vuelve a ser cancha abierta para ganar.

sábado, 30 de agosto de 2025

El instante previo al despertar

 

Los venezolanos de bien estamos viviendo momentos cruciales, donde se mezclan la incertidumbre, la rabia contenida, la esperanza y, sobre todo, la certeza de que el cambio está más cerca que nunca.

El análisis frío de lo que ha venido haciendo la administración Trump revela algo que ya muchos intuíamos: no se trata de gestos aislados, sino de una estrategia que, paso a paso, ha ido allanando el camino, derribando barreras, sumando aliados y dejando sin aire a quienes se empeñan en sostener lo insostenible. Nada de esto es un juego. Basta con saber leer las señales y ver las evidencias,

La transición está en marcha, aunque no se vea en la superficie con la claridad que quisiéramos. Y es aquí donde recae nuestra mayor responsabilidad: mantenernos alertas, unidos, cuidándonos entre nosotros, resistiendo con inteligencia y preparándonos para lo que viene.

Seguimos esperando que esta transición sea pacífica. Ese es el deseo de un país entero, y sería el mejor escenario para que la reconstrucción empiece sin más heridas. Pero no nos engañemos: la paz no depende solo de nosotros, sino de la manera en que los usurpadores decidan aferrarse o soltar el poder.

Por eso este no es momento de distracción ni de desesperanza. Es momento de fe, de resistencia serena, de confianza en que lo inevitable está por ocurrir.

El amanecer de Venezuela ya está escrito; lo único que falta es el instante en que la historia decida mostrarlo.



lunes, 18 de agosto de 2025

Aragua no es una banda

Mi sobrina salió a la calle con una franela que decía ARAGUA. Orgullo en el pecho: las playas de Ocumare y Choroní, el olor a cacao tostándose en patios centenarios, el Henri Pittier bajando en verde hasta la ciudad. Ni cinco pasos y un desconocido —en el país que ahora habita— le soltó un comentario envenenado: “¿Del Tren?” No preguntó; juzgó. Ella volvió a casa con el nudo en la garganta. “Tío, ¿cómo explico que Aragua no es eso?”, me dijo. Y lo que quise responderle es esto.

Aragua es mar y montaña. Es Maracay, ciudad jardín, con sus avenidas arboladas y esa tozudez de trabajo que conozco bien: fábricas que alguna vez marcaron la modernidad del país, la memoria de la aviación en el Museo Aeronáutico, la Maestranza que lleva el nombre de César Girón, levantada por el maestro Carlos Raúl Villanueva. Es el balón corriendo en los pies de Juan Arango y Deyna Castellanos; es la leyenda de David Concepción, el swing perfecto de Miguel Cabrera y la energía de José Altuve, orgullos de las Grandes Ligas. Es Mario Abreu juntando objetos para hacer poesía visual; Isaac Chocrón afinando el diálogo que nos puso delante de un espejo. Es Henry Martínez escribiendo canciones que ya son de todos; Simón Díaz, el Tío, cantor universal del llano y de la ternura hecha música. Es también la belleza y el talento de Alicia Machado y Pilín León, misses que llevaron el nombre de Venezuela y de Aragua al mundo. Esa es la pulsación real de Aragua.

Y también es Chuao: un pueblo costero donde el cacao se tiende al sol en la plaza como hace siglos. Ese cacao —con Denominación de Origen— figura entre los mejores del mundo y cada año vuelve con medallas. Chocolateros de lejos compiten por unos pocos sacos. Ese era el nombre que mi sobrina llevaba en el pecho.

Aragua también es naturaleza desbordada. El Parque Nacional Henri Pittier guarda más de 500 especies de aves y funciona como uno de los grandes corredores de migración en el trópico. Entre la bruma de la montaña y las aguas que bajan al Caribe conviven playas, selvas nubladas y cafetales. Ese paisaje resume lo que significa vivir en una tierra que lo tiene todo.

Y Aragua es también historia de independencia. En La Victoria, un 12 de febrero de 1814, estudiantes y seminaristas —muchos de ellos aragüeños— empuñaron armas improvisadas para enfrentar a las tropas realistas de Boves. Con José Félix Ribas al mando resistieron y vencieron. De esa jornada nace el Día de la Juventud. A esa fibra perteneces, sobrina. En La Victoria, por cierto vio la luz el actual presidente electo de Venezuela Edmundo González Urrutia.

Entonces, ¿cómo terminamos con un nombre tan hermoso contaminado por una megabanda? La respuesta es concreta.

A comienzos de los 2000 el país apostó por un gran proyecto ferroviario. Dos trazados atravesaban Aragua: Puerto Cabello–La Encrucijada y Tinaco–Anaco. El primero, de altísima ingeniería, abrió túneles y viaductos; el segundo prometía unir los llanos con el oriente industrial. Se movió tierra, se levantaron estaciones, se encendió la esperanza. Y luego, la parálisis. No por un meteoro ni por “la crisis” caída del cielo, sino por corrupción, sobrecostos y una ineptitud hecha política: cargos de responsabilidad asignados por lealtad, no por capacidad. Quedaron obras a medias, equipos al sol y pueblos con promesas muertas. Aquella palabra —tren— pasó de promesa a sinónimo de fracaso.

Mientras los rieles se enfriaban, otra locomotora se armaba donde menos debía: dentro de una cárcel. En la cárcel de Tocorón, el Estado entregó de facto el control a los pranes. El “nuevo régimen penitenciario” nunca cruzó ese portón. En ese caldo —con una mujer rencorosa al frente del ministerio y el capo de un cartel de la droga como jefe político— el llamado Tren de Aragua saltó de banda carcelaria a estructura transnacional, usando rutas migratorias y exportando violencia a países vecinos. No fue tolerancia pasiva: fue política de Estado, una herramienta útil para desordenar la región. Tocorón funcionó durante años como cuartel con discoteca y piscina, hasta que el escándalo reventó y ensayaron una toma tardía, cuando el monstruo ya estaba criado.

Quien dude del impacto, que hable con fiscales de Colombia, Perú, Chile o Estados Unidos: la marca criminal se expandió, cambió el mapa de ciertos delitos y obligó a reorganizar respuestas. El patrón se repite: una megabanda nacida en una prisión venezolana, con víctimas sobre todo entre migrantes venezolanos. Duele escribirlo.

Y, sin embargo, Aragua no es esa banda. En la misma tierra nació uno de los contrapuntos éticos más potentes del país: Proyecto Alcatraz, en Hacienda Santa Teresa. En 2003, después de un asalto, la empresa les ofreció a los responsables otra salida: reparar el daño trabajando, justicia restaurativa y rugby como disciplina y escuela de carácter. De allí salieron equipos, oficios, vidas nuevas. En dos décadas desmovilizaron once bandas, reinsertaron a centenares de jóvenes y bajaron homicidios en el municipio Revenga cuando la metodología maduró. Eso no es consigna: son resultados que se ven en la calle.

Aragua, además, tiene un lugar íntimo en mi historia. Fue la tierra que acogió a mis padres y a mis hermanos cuando llegaron buscando futuro. Allí descansan los restos de mis padres y de mis dos hermanos menores. En esas calles nacieron muchos de mis sobrinos. Esa memoria me ata —y me obliga— a defender el nombre de esta tierra.

Miro a mi sobrina y pienso en Chuao: mujeres cantando mientras remueven el cacao en tableros de madera; chocolateros esperando su turno para tostar esos granos con respeto. Pienso en Maracay de tardes largas, en patios con matas de mango, en gente que se busca la vida con una dignidad que no sale en los titulares. Pienso en jóvenes que cambiaron un revólver por un balón ovalado y en entrenadores que aprendieron a decir “hermano” después de decir “rival”. Eso también es Aragua.  

A quienes afuera escuchan “Tren de Aragua” y miran a un venezolano como si miraran a un delito les digo: están mirando al revés. La megabanda no es el gentilicio: es la evidencia de un Estado que dejó que sus cárceles fueran feudos y que sus proyectos públicos se oxidaran. Aragua —y Venezuela— no caben en esa etiqueta. Caben en el cacao que el mundo admira, en deportistas que levantan la bandera, en artistas y maestros que siembran belleza en tierra dura, en comunidades que rehacen la convivencia desde abajo.

Mi sobrina volverá a ponerse su franela. Y cuando alguien vuelva a decir “Tren”, le responderá con calma: “Déjame contarte qué es Aragua”. Quien escuche entenderá que ninguna banda puede usurpar un nombre nacido entre cacao, mar y montañas. Ese nombre nos pertenece y lo vamos a reivindicar cuantas veces haga falta.

jueves, 7 de agosto de 2025

Las mil caras del Ávila

 El Cerro El Ávila es mucho más que una montaña: es la identidad viva de Caracas y un puente simbólico entre Venezuela, mi país natal, y España, el país que me acogió en tiempos difíciles.

Aunque su nombre original es «Waraira Repano», la versión más sólida señala que «El Ávila» proviene de Gabriel de Ávila, alférez mayor de campo que acompañó a Diego de Losada en la conquista de Caracas y fue nombrado alcalde en 1573.  Sus tierras abrazaban la montaña.  

Sin embargo, también circula la encantadora anécdota de quienes, al mirar su silueta protectora, la comparaban con las murallas de Ávila en Castilla. Entre historia y leyenda, invito a venezolanos y españoles a redescubrir juntos las mil caras de este símbolo compartido.

Este artículo fue publicado originalmente en el portal «Wall Street Internacional Magazine» en enero de 2022.

 

Las mil caras del Ávila

«Toda emoción de ser caraqueño tiene su origen en el Ávila» Alfredo Boulton

El Ávila, esa hermosa e imponente mole de 2.765 metros de altura que separa a Caracas del mar Caribe y la cobija de oeste a este, desde La Pastora hasta Petare, tiene un influjo muy especial, yo diría que mágico, sobre los caraqueños. Con frecuencia desviamos nuestra vista hacia ella y, cuando estamos lejos del terruño, la vista se desvía hacia su imagen, que invariablemente colgamos en la sala de nuestra nueva casa lejos de casa. 

El Ávila no solo es una montaña. Es mucho más. El Ávila …

… es brújula. Cuando la ves con tus ojos, sabes de inmediato dónde está el norte porque ella es el Norte. Cuando ves su imagen, o la imaginas, sabes de inmediato dónde está tu querencia.

…es pulmón y oxígeno vivificante de una ciudad que ha crecido, a veces de forma ordenada, y otras indiscriminadamente.

…es naturaleza, es flora, es fauna, a cuyos pies crece una ciudad de concreto que, a pesar de todo, ha sabido respetarla, quererla y cuidarla.

…es muralla protectora que, en retribución, cuida a la ciudad y a sus habitantes.

…es la musa de escritores y poetas que han dibujado con palabras todo lo que ella significa.

…es leyenda, es volcán, es el refugio de la gran culebra, es ola convertida en roca, es oro enterrado, es base de seres de otros mundos, es lugar de apariciones, de almas en pena, de bendiciones y también de maldiciones.

…es música. Cualquier canción alusiva a Caracas lleva al Ávila en su letra y si no, en su espíritu. Ilan Chester la inmortalizó con su pegajoso «Cerro el Ávila». Piezas como «Flores de Galipán» o «Claveles de Galipán» hacen honor al poblado avileño que riega de flores al valle.  

…es inspiración de pintores, encabezados por Manuel Cabré, «El pintor del Ávila», y tantos otros que no se cansan de plasmar en el lienzo su inconfundible silueta, sus colinas, sus verdes, sus arroyos, sus caminos que conducen al cielo.

…es imán para las cámaras fotográficas que no dejan de conseguir nuevos ángulos, nuevos amaneceres y atardeceres, nuevos matices.

…es agua pura, cristalina, que riega al valle.

…es termómetro, cada vez que el espíritu de «Pacheco» desciende a la ciudad anunciando aquello que los caraqueños llamamos frío. «¡Llegó Pacheco!», decimos cuando llega el momento de echar mano de los abrigos, sin importar el lugar donde nos encontremos.

…es ramillete de flores multicolores que Galipán nos regala a los habitantes del valle.

…es gastronomía. Con espectaculares vistas a Caracas y/o al mar, los comensales pueden degustar deliciosos platos criollos o internacionales. Solo basta contar con una 4x4 o con unas buenas botas de excursión y energía suficiente para acceder a ellos.

…es Semana Santa, anunciada por los palmeros del Ávila que bajan cada año con su carga de brotes de la palma real que se cultiva en sus entrañas.

…es Navidad, anunciada por la cruz que enciende sus luces y también el espíritu navideño de los caraqueños.

…es paraíso de excursionistas que en cada aventura descubren o recrean caminos infinitos e insospechados.

… es campo de entrenamiento de deportistas que infatigablemente tonifican sus músculos y su espíritu para prepararse contra cualquier rival.

…es refugio de enamorados que se prodigan besos y caricias sin que nadie, solo Caracas, se entere.

…es su teleférico, que acerca su cima a cualquier visitante que desee descubrir una vista alucinante en cualquier dirección a la que dirija su mirada.

…es cielo estrellado, más allá de las nubes que cubren la ciudad, que muestran al visitante nocturno la inmensidad del firmamento, inyectando en cada uno de ellos una necesaria dosis de humildad ante la visión impactante del infinito.

…es tristeza y preocupación, cada vez que el fuego destructor consume en minutos lo que tardó años en florecer. También es tragedia y desolación cuando, en contra de su voluntad, no puede retener el agua que recoge de los cielos y se desborda, llevándose por delante todo lo que encuentra a su paso.

…es como quieras llamarla: «Cerro El Ávila», «Waraira Repano», «Sierra grande», «Lugar de las dantas», «La sierra del norte», «La montaña a la mar», «El otro lado del cerro», «La montaña mágica» o simplemente «El Ávila».

…es la suma de todos sus rincones. Es Cachimbo, Clavelito, El Cortafuegos, El Hotel Humboldt, El Picacho, Galindo, Galipán, La Fila, La Julia, Lagunazo, Loma del Cuño, Loma del Viento, Los Platos del Diablo, Los Venados, Papelón, Paraíso, Pico Naiguatá, Pico Occidental, Pico Oriental, Piedra El Indio, Quebrada Chacaíto, Sabasnieves, Sanchorquiz o Camino de los Españoles, Sierra Maestra, Topo Goering, Zamurera.

…es todo eso y mucho más.

…es Caracas.

sábado, 26 de julio de 2025

El aniversario de la dignidad

 Venezuela y la batalla diaria por la democracia

 
Se cumple un año del golpe de Estado electoral que sacudió a Venezuela y desafió la fe de quienes seguimos creyendo en la democracia. Mucho ha pasado desde entonces: jornadas de incertidumbre, silencios forzados, rutas que parecen cerrarse y, sin embargo, persiste una corriente de dignidad y valentía que se niega a extinguirse. No quiero convertir este aniversario en un catálogo de penas. Cada quien sobrelleva la carga a su manera. Pero hoy elijo mirar hacia lo que hemos construido: esperanza activa y memoria que resiste al olvido.

La esperanza, a veces, parece una llama frágil en medio de la tormenta. No importa cuántas veces intenten apagarla; basta que una mano la resguarde, que alguien sople suavemente sobre la mecha, para que la luz regrese. Así, millones de venezolanos, dentro y fuera del país, han hecho posible que la oscuridad no sea total. Cada quien, desde su propio rincón, ha encontrado maneras de sumar, de resistir, de recordar que el poder de la verdad y la justicia es más tenaz que cualquier imposición violenta.

En este año he visto a personas que nunca imaginaron marchar hacerlo en silencio o en voz alta; a quienes tejen redes de solidaridad para quienes lo han perdido todo; a otros que, sin estridencias, mantienen la conversación encendida para que Venezuela no desaparezca del mapa de las prioridades del mundo. Lo que vivimos no es solo advertencia para nosotros. Es una llamada de atención para quienes, en cualquier país, creen que la democracia está blindada. Lo ocurrido aquí demuestra que basta un descuido, una complicidad tácita o una neutralidad cómoda para que los cimientos se agrieten. Las democracias no se pierden en un solo acto: se debilitan cada vez que olvidamos defenderlas.

No sería justo negar que, entre tanta indiferencia, hubo y hay voces que no nos han dejado solos. Algunos gobiernos, organismos y ciudadanos han mantenido una solidaridad sin reservas. No han sido mayoría, pero sí un refugio luminoso. Ellos merecen gratitud y reconocimiento, porque han entendido que el drama de Venezuela no es local, sino universal. A quienes optaron por el silencio, les corresponderá rendir cuentas ante la historia.

La realidad es tozuda: aún falta mucho. El reto venezolano sigue siendo inmenso, y nada garantiza que la transición hacia la democracia esté cerca o sea sencilla. Pero queda la certeza de que no hay fuerza capaz de extinguir la determinación de un pueblo que ha conquistado la conciencia de su propia dignidad.

Hoy no me pregunto qué pueden hacer los líderes o el mundo por Venezuela, sino qué está dispuesto a hacer cada uno de nosotros, allí donde esté, para defender los valores esenciales, para proteger esa llama que es la democracia, para impedir que el mal se vuelva costumbre o el miedo, ley. No importa el tamaño de la trinchera, ni si tu voz resuena en plazas o en susurros digitales. Lo esencial es no ceder a la apatía, no resignarse ante la mentira, no normalizar el atropello. El futuro de Venezuela, y el de cualquier país libre, se juega todos los días en la voluntad de quienes se niegan a rendirse.

Este aniversario no es solo un recordatorio de lo que nos arrebataron. Es una invitación urgente a preguntarnos qué podemos hacer hoy para que la verdad y la justicia prevalezcan; qué podemos hacer, sea que llevemos el dolor de Venezuela en la sangre o que simplemente no queramos ver repetida la tragedia en otras tierras.

La libertad, como la esperanza, es tarea diaria y colectiva. Nada está perdido mientras haya alguien dispuesto a proteger la llama. Que ese alguien, seamos todos.

sábado, 5 de julio de 2025

Despertar o resignarse: el dilema de Occidente

No se trata solo de incertidumbre: Occidente enfrenta una pérdida real y profunda de sus valores fundamentales. Lo que antes fue certeza, hoy se tambalea.

Principios que durante generaciones nos sirvieron de brújula —el respeto, la libertad, la responsabilidad— se ven ahora cuestionados y desplazados por supuestas nuevas virtudes. Lo que creímos inamovible, hoy parece más frágil que nunca.

Nunca he rechazado lo diferente. Todo lo contrario. Siempre he defendido la libertad de cada quien para vivir como desea, mientras no pretenda imponerme una supuesta superioridad moral ni menospreciar lo que soy y en lo que creo.

Pero el respeto es de ida y vuelta.

No soy amigo del victimismo. Tampoco de la resignación. Los Diez Mandamientos, más allá de cualquier fe, han servido de columna vertebral ética a la civilización occidental. Sin esa base, el edificio de la convivencia se tambalea.

Sin embargo, no todo está perdido: hay ejemplos de resiliencia que nos invitan a reflexionar.

El pueblo judío ha dado muestra de fortaleza. De resiliencia. A lo largo de la historia, sus enemigos no solo han sido rivales políticos: han sido quienes los quieren, literalmente, borrar del mapa. Y, aun así, han sobrevivido, han aportado al mundo ciencia, cultura, arte y ejemplo de dignidad. Merecen respeto. Y merecen defensa, sin ambigüedades.

Lamentablemente, ese respeto hoy está ausente en demasiados foros. Hay un silencio cómplice de quienes se proclaman defensores de los derechos humanos. La vara cambia según convenga.

La izquierda, el progresismo, o como se quieran llamar, agotada la vieja lucha de clases, busca nuevas banderas. Feminismo de ocasión, identidades de moda, causas ambientales. No discuto la importancia de las luchas legítimas. Pero sí denuncio el uso interesado e hipócrita de esas causas, la doble moral y el intento de arrasar con la familia, la biología y la libertad de pensamiento.

En España, hemos visto leyes rimbombantes que terminan blindando a criminales y dejando desprotegidas a las verdaderas víctimas. Lo he dicho: la mujer, con su capacidad de resiliencia, inteligencia y aporte a la sociedad, merece admiración, respeto y reconocimiento, pero no a costa de la verdad ni de la justicia. El progresismo de consigna calla ante los abusos fuera de Occidente, donde el horror es cotidiano para mujeres y minorías. Calla, porque allí la denuncia no le resulta útil.

La censura no es ajena a mi experiencia. Escribí durante años en un portal digital. Bastó decir que el sexo es un hecho biológico y que la familia está bajo ataque, para que llegaran los cortes y la censura. Callé una vez y me arrepentí de haberlo hecho. No volví a callar la segunda. Hice pública la denuncia y me fui con la frente en alto. Aprendí que el peligro real no es la voz del intolerante, sino la sumisión de los que deberían hablar.

¿Y qué pasa mientras tanto? Que muchos prefieren el silencio. El miedo a las etiquetas —“derecha”, “ultraderecha”— pesa más que la defensa de principios. Se cede aquí, se otorga allá. Así, los que gritan terminan imponiendo sus reglas.

Eso, y no otra cosa, explica el avance de la cultura woke y sus aliados. No buscan convencerte. Buscan que renuncies a defender lo tuyo. Que te resignes.

Hoy, más que nunca, el peligro es el silencio de quienes, por cansancio, prudencia o comodidad, se apartan y dejan la cancha libre a quienes no tienen reparos en avanzar.

Este no es un llamado al odio ni a la intolerancia. Es un reclamo por la coherencia. Por la valentía. Por la defensa de ese legado imperfecto, sí, pero también inmensamente valioso, que nos ha dado libertad, justicia, familia, posibilidad de vivir y de disentir.

La historia no la escriben los cobardes ni los mudos. Si seguimos callando, otros decidirán hasta cuándo podremos hablar.

Es hora de ir más allá. De pronunciarse, de actuar, de contagiar coraje.

El tiempo de la resignación ya terminó. Lo urgente ahora es defender, sin complejos, los valores que nos trajeron hasta aquí. Lo importante es no ceder más terreno al miedo ni al silencio.

Porque la agenda nunca miente. Y hoy, lo importante es claro: defender lo esencial, antes de que sea tarde.

viernes, 6 de junio de 2025

Las listas que no se publican

 Estados Unidos anunció nuevas restricciones migratorias y Venezuela apareció, como quien no quiere la cosa, en la lista. Una más. Ya no debería sorprender, pero fastidia igual. No porque uno crea que a estas alturas merecemos un trato especial, sino porque, a
pesar del desastre evidente, hay millones de venezolanos que no tendríamos por qué pagar la factura de una dictadura que no elegimos ni promovemos.

Y, sin embargo, ahí estamos. En la misma lista de países donde se cocinan guerras, terrorismo o tiranías de manual. Mientras tanto, quienes han exportado crimen, lavado y chantaje, siguen disfrutando de sus visas diplomáticas y sus riquezas mal habidas. Ironías del mundo libre.

Desde hace más de dos décadas, Venezuela ha venido cayendo en listas de todo tipo: corrupción, inflación, violencia, censura, desnutrición, migración forzada. Y uno ve esas listas y entiende por qué un país que un día fue promesa hoy parece amenaza. Lo que cuesta más es explicar que no siempre fue así.

Hubo un tiempo en que aparecíamos en otras listas. Las de los buenos, incluso brillantes. Cuando yo era niño, Venezuela era el destino al que los europeos iban a buscar lo que su continente destruido por la guerra no podía ofrecerles. Médicos, panaderos, ingenieros, agricultores, trabajadores humildes y ambiciosos que llegaban en barcos sin saber muy bien qué esperar, y encontraban una ciudad con cine, trabajo y futuro.

Caracas era una capital viva, donde los niños iban a la escuela con recursos y con dignidad, los adultos discutían política con cierta ingenuidad y mucho respeto, y las familias se juntaban los domingos sin miedo a que la luz se fuera o que la comida no alcanzara. No era un paraíso. Pero era un país. Uno donde podías imaginar que la próxima generación viviría mejor que la anterior.

 Y después... bueno. Ya sabemos. Llegaron los que prometieron corregirlo todo y se encargaron de destruirlo todo. A la vista está.

Pero hay algo que no está en las listas de organismos internacionales ni en los informes diplomáticos. Algo que no se mide en rankings. Es el impacto subterráneo, callado, pero profundo que hemos tenido los venezolanos honestos en los países donde hemos llegado. Si existiera una lista de los pueblos más resilientes del mundo, ahí estaríamos. Si alguien se tomara la molestia de documentar las historias de los médicos venezolanos mirando a la cara de sus pacientes y salvando vidas en hospitales extranjeros, de las maestras enseñando español en cualquier rincón del mundo, de los jóvenes emprendedores levantando pequeños negocios con más ganas que capital, entonces las noticias serían otras.

Viktor Frankl, que sabía lo que era perderlo todo, escribió: «El hombre es ese ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con la cabeza erguida y el padrenuestro en los labios». Uno no escoge el régimen que le toca, pero sí cómo vivir en medio de él. Y los venezolanos —millones de nosotros— hemos decidido seguir viviendo con dignidad. Eso no es propaganda. Es estadística humana.

Por eso, cuando leo que nos han puesto en una nueva lista negra, no me indigno tanto por la injusticia —que es real— sino por lo incompleto del juicio. Porque si vamos a hacer listas, hagámoslas completas. Que se incluya también a los que han reconstruido sus vidas desde cero, a las mujeres que le dan lecciones de valentía a sus opresores, a los abuelos que aprendieron a mandar audios por WhatsApp para no perder el contacto con los nietos que no han podido abrazar.

Venezuela hoy no es lo que fue. Pero tampoco es solo lo que dicen que es. En cada ciudad donde hay un venezolano reconstruyendo algo, hay una promesa implícita de retorno. No a la geografía, que también, sino a la posibilidad. Porque este país, cuando se le quiten de encima los parásitos que lo exprimen, tiene algo que no se ha perdido: gente con memoria, con talento, con heridas y con ganas.

Que nos apunten en la lista que quieran. Nosotros estamos escribiendo otra. La buena.