Cuando miramos esta semana con calma —más allá del ruido, del traslado heroico y de los titulares— descubrimos algo simple y hondo: en Venezuela la paz no es una palabra bonita, es un acto moral que se organiza. Y, al mirarla desde el ser de María Corina, aparecen lecciones que nos tocan, aunque muchos no hayan pisado nunca nuestro país.
Primera lección. La dictadura venezolana es criminal —y esa palabra se queda corta—. Lo es por sus métodos y por su desprecio activo de la vida. La historia tendrá la última palabra y juzgará a todos, dentro y fuera: a quienes eligieron mirar a un costado, a quienes justificaron lo injustificable y a quienes, con poder para ayudar, prefirieron la comodidad de la equidistancia. Podemos comprender el cálculo político de algunos líderes internacionales; no podemos justificarlo. El daño humano no admite adornos.
Segunda lección. El “diálogo” no es una herramienta
mágica cuando enfrente hay dictaduras que solo reconocen el poder por el poder.
Podemos ofrecer razones, garantías y vías institucionales; ellos responden con
dilación, mentira y violencia. No negociamos la verdad ni la dignidad. Las
sostenemos y las probamos. Eso hicimos: documentar, formar, resistir sin odio y
con paciencia, hasta que la realidad se impone.
Tercera lección. El Nobel no recae solo en una
persona; reconoce una gesta. Por eso María Corina no habla por sí misma: habla
en plural, por un movimiento y por un pueblo. Esta semana lo vimos en Ana
Corina. Sin saber dónde ni cómo estaba su madre, se plantó con serenidad,
inteligencia y estudio, y nos habló a todos. No hubo improvisación: hubo
previsión estratégica, entrenamiento, templanza. En su voz, vimos y oímos a su
madre; y, a través de ella, a una generación que ya está lista para tomar
responsabilidades sin estridencias.
Cuarta lección. El sacrificio es real y tiene rostro
familiar. Lo que ha entregado María Corina de su vida privada es la misma
ofrenda de millones de hogares rotos por la diáspora. Casi nadie en Venezuela
tiene su familia completa y en paz. Por eso nuestro mensaje no termina en
números ni en cargos: termina en un abrazo pendiente. La política, entendida
como cuidado concreto, es volver a reunir a los nuestros, sanar rencores, poner
a salvo a los niños y a los mayores. La ingeniería de la paz empieza por ahí.
Quinta lección. Ciertos progresismos que aplaudieron
o relativizaron al régimen recibieron un revés moral. Intentarán taparlo con
sus dos armas tradicionales, mentira y violencia, pero algo cambió: millones
hemos visto que la verdad se puede organizar. Y cuando la verdad se organiza
—con testigos, con actas, con calma— deja sin coartadas a los tibios y sin
terreno a los violentos.
Sexta lección. El gentilicio venezolano no es una
consigna; es una ética. No somos perfectos, pero somos muchos más los que
cuidamos, trabajamos, estudiamos y ayudamos, dentro y fuera del país. Esta
semana lo recordamos: venezolanos anónimos que hospedan, que traducen, que
rezan, que reúnen recursos, que arriesgan su nombre y su cuerpo para que otro
llegue. Esa red tejida en silencio es el verdadero músculo de nuestra
esperanza.
Séptima lección. Hay un nuevo liderazgo. No grita, no
busca reflectores, no trafica con derrotas ajenas. Se organiza, delega,
corrige; entiende que la paz exige método. Los liderazgos que cumplieron su
ciclo pueden y deben dar un paso al costado, sin resentimiento, para apoyar
donde sean llamados. La reconstrucción de Venezuela necesitará manos, no egos.
Octava lección. María Corina dio, además, un golpe de
realidad a cierto feminismo estridente que confunde consigna con servicio. La
femineidad que vimos no se anuncia: se ejerce. Es la que cuida, sostiene,
repara; la que pone orden en medio del caos sin humillar a nadie; la que entiende
que la fortaleza puede hablar en voz baja y que la paz no es claudicación, sino
firmeza al servicio del bien.
Novena lección. Solos no podemos. Hemos hecho lo que
podíamos frente a una tiranía sostenida por alianzas oscuras. El mundo
democrático debe asumir que la indiferencia también toma partido. Se necesita
una conciencia global, sostenida y coordinada, para sacar a los intrusos del
poder, con el mínimo de daño posible y con justicia para los culpables por
acción u omisión. La paz verdadera se escribe con verdad, con reparación y con
garantías para que nadie vuelva a pisar a nadie.
Y, por último, una lección íntima: lo que conmueve de María
Corina no es la épica, es la coherencia. Sostener una sola línea durante años,
cuando convenía y cuando no; elegir el “nosotros” por encima del “yo”;
estudiar, prepararse, delegar, prever; cuidar la palabra y los gestos; hablar
de fe, de conciencia y de responsabilidad sin cinismo; entender que el poder
solo tiene sentido si sirve para reunir a las familias y para devolverle a cada
persona el gobierno de su propia vida. Eso es liderar: convertir el dolor en
compromiso y el compromiso en hechos medibles.
Si sientes que algo de todo esto te toca, entonces ya formas
parte: te toca a ti también elegir la verdad, sostener al que cae, exigir
justicia sin venganza, apostar por el reencuentro. La paz es tarea. Y hoy
sabemos —porque lo hemos visto— que, cuando se organiza, avanza.






