Mi sobrina salió a la calle con una franela que decía ARAGUA. Orgullo en el pecho: las playas de Ocumare y Choroní, el olor a cacao tostándose en patios centenarios, el Henri Pittier bajando en verde hasta la ciudad. Ni cinco pasos y un desconocido —en el país que ahora habita— le soltó un comentario envenenado: “¿Del Tren?” No preguntó; juzgó. Ella volvió a casa con el nudo en la garganta. “Tío, ¿cómo explico que Aragua no es eso?”, me dijo. Y lo que quise responderle es esto.
Aragua es mar y montaña. Es Maracay, ciudad jardín, con sus
avenidas arboladas y esa tozudez de trabajo que conozco bien: fábricas que
alguna vez marcaron la modernidad del país, la memoria de la aviación en el
Museo Aeronáutico, la Maestranza que lleva el nombre de César Girón, levantada
por el maestro Carlos Raúl Villanueva.
Y también es Chuao: un pueblo costero donde el cacao se
tiende al sol en la plaza como hace siglos. Ese cacao —con Denominación de
Origen— figura entre los mejores del mundo y cada año vuelve con medallas.
Chocolateros de lejos compiten por unos pocos sacos. Ese era el nombre que mi
sobrina llevaba en el pecho.
Aragua también es naturaleza desbordada. El Parque Nacional
Henri Pittier guarda más de 500 especies de aves y funciona como uno de los
grandes corredores de migración en el trópico. Entre la bruma de la montaña y
las aguas que bajan al Caribe conviven playas, selvas nubladas y cafetales. Ese
paisaje resume lo que significa vivir en una tierra que lo tiene todo.
Y Aragua es también historia de independencia. En La
Victoria, un 12 de febrero de 1814, estudiantes y seminaristas —muchos de ellos
aragüeños— empuñaron armas improvisadas para enfrentar a las tropas realistas
de Boves. Con José Félix Ribas al mando resistieron y vencieron. De esa jornada
nace el Día de la Juventud. A esa fibra perteneces, sobrina.
Entonces, ¿cómo terminamos con un nombre tan hermoso
contaminado por una megabanda? La respuesta es concreta.
A comienzos de los 2000 el país apostó por un gran proyecto
ferroviario. Dos trazados atravesaban Aragua: Puerto Cabello–La Encrucijada y
Tinaco–Anaco. El primero, de altísima ingeniería, abrió túneles y viaductos; el
segundo prometía unir los llanos con el oriente industrial. Se movió tierra, se
levantaron estaciones, se encendió la esperanza. Y luego, la parálisis. No por
un meteoro ni por “la crisis” caída del cielo, sino por corrupción, sobrecostos
y una ineptitud hecha política: cargos de responsabilidad asignados por
lealtad, no por capacidad. Quedaron obras a medias, equipos al sol y pueblos
con promesas muertas. Aquella palabra —tren— pasó de promesa a sinónimo de
fracaso.
Mientras los rieles se enfriaban, otra locomotora se armaba
donde menos debía: dentro de una cárcel. En la cárcel de Tocorón, el Estado
entregó de facto el control a los pranes. El “nuevo régimen penitenciario”
nunca cruzó ese portón. En ese caldo —con una mujer rencorosa al frente del
ministerio y el capo de un cartel de la droga como jefe político— el llamado
Tren de Aragua saltó de banda carcelaria a estructura transnacional, usando
rutas migratorias y exportando violencia a países vecinos. No fue tolerancia
pasiva: fue política de Estado, una herramienta útil para desordenar la región.
Tocorón funcionó durante años como cuartel con discoteca y piscina, hasta que
el escándalo reventó y ensayaron una toma tardía, cuando el monstruo ya estaba
criado.
Quien dude del impacto, que hable con fiscales de Colombia,
Perú, Chile o Estados Unidos: la marca criminal se expandió, cambió el mapa de
ciertos delitos y obligó a reorganizar respuestas. El patrón se repite: una
megabanda nacida en una prisión venezolana, con víctimas sobre todo entre
migrantes venezolanos. Duele escribirlo.
Y, sin embargo, Aragua no es esa banda. En la misma tierra
nació uno de los contrapuntos éticos más potentes del país: Proyecto
Alcatraz, en Hacienda Santa Teresa. En 2003, después de un asalto,
la empresa les ofreció a los responsables otra salida: reparar el daño
trabajando, justicia restaurativa y rugby como disciplina y escuela de
carácter. De allí salieron equipos, oficios, vidas nuevas. En dos décadas desmovilizaron
once bandas, reinsertaron a centenares de jóvenes y bajaron homicidios en el
municipio Revenga cuando la metodología maduró. Eso no es consigna: son
resultados que se ven en la calle.
Aragua, además, tiene un lugar íntimo en mi historia. Fue la
tierra que acogió a mis padres y a mis hermanos cuando llegaron buscando
futuro. Allí descansan los restos de mis padres y de mis dos hermanos menores.
En esas calles nacieron muchos de mis sobrinos. Esa memoria me ata —y me
obliga— a defender el nombre de esta tierra.
Miro a mi sobrina y pienso en Chuao: mujeres cantando
mientras remueven el cacao en tableros de madera; chocolateros esperando su
turno para tostar esos granos con respeto. Pienso en Maracay de tardes largas,
en patios con matas de mango, en gente que se busca la vida con una dignidad
que no sale en los titulares. Pienso en jóvenes que cambiaron un revólver por
un balón ovalado y en entrenadores que aprendieron a decir “hermano” después de
decir “rival”. Eso también es Aragua.
A quienes afuera escuchan “Tren de Aragua” y miran a un
venezolano como si miraran a un delito les digo: están mirando al revés. La
megabanda no es el gentilicio: es la evidencia de un Estado que dejó que sus
cárceles fueran feudos y que sus proyectos públicos se oxidaran. Aragua —y
Venezuela— no caben en esa etiqueta. Caben en el cacao que el mundo admira, en
deportistas que levantan la bandera, en artistas y maestros que siembran
belleza en tierra dura, en comunidades que rehacen la convivencia desde abajo.
Mi sobrina volverá a ponerse su franela. Y cuando alguien
vuelva a decir “Tren”, le responderá con calma: “Déjame contarte qué es
Aragua”. Quien escuche entenderá que ninguna banda puede usurpar un nombre
nacido entre cacao, mar y montañas. Ese nombre nos pertenece y lo vamos a
reivindicar cuantas veces haga falta.