Venezuela y la batalla diaria por la democracia
La esperanza, a veces, parece una llama frágil en medio de
la tormenta. No importa cuántas veces intenten apagarla; basta que una mano la
resguarde, que alguien sople suavemente sobre la mecha, para que la luz
regrese. Así, millones de venezolanos, dentro y fuera del país, han hecho
posible que la oscuridad no sea total. Cada quien, desde su propio rincón, ha
encontrado maneras de sumar, de resistir, de recordar que el poder de la verdad
y la justicia es más tenaz que cualquier imposición violenta.
En este año he visto a personas que nunca imaginaron marchar
hacerlo en silencio o en voz alta; a quienes tejen redes de solidaridad para
quienes lo han perdido todo; a otros que, sin estridencias, mantienen la
conversación encendida para que Venezuela no desaparezca del mapa de las
prioridades del mundo. Lo que vivimos no es solo advertencia para nosotros. Es
una llamada de atención para quienes, en cualquier país, creen que la
democracia está blindada. Lo ocurrido aquí demuestra que basta un descuido, una
complicidad tácita o una neutralidad cómoda para que los cimientos se agrieten.
Las democracias no se pierden en un solo acto: se debilitan cada vez que
olvidamos defenderlas.
No sería justo negar que, entre tanta indiferencia, hubo y
hay voces que no nos han dejado solos. Algunos gobiernos, organismos y
ciudadanos han mantenido una solidaridad sin reservas. No han sido mayoría,
pero sí un refugio luminoso. Ellos merecen gratitud y reconocimiento, porque
han entendido que el drama de Venezuela no es local, sino universal. A quienes
optaron por el silencio, les corresponderá rendir cuentas ante la historia.
La realidad es tozuda: aún falta mucho. El reto venezolano
sigue siendo inmenso, y nada garantiza que la transición hacia la democracia
esté cerca o sea sencilla. Pero queda la certeza de que no hay fuerza capaz de
extinguir la determinación de un pueblo que ha conquistado la conciencia de su
propia dignidad.
Hoy no me pregunto qué pueden hacer los líderes o el mundo
por Venezuela, sino qué está dispuesto a hacer cada uno de nosotros, allí donde
esté, para defender los valores esenciales, para proteger esa llama que es la
democracia, para impedir que el mal se vuelva costumbre o el miedo, ley. No
importa el tamaño de la trinchera, ni si tu voz resuena en plazas o en susurros
digitales. Lo esencial es no ceder a la apatía, no resignarse ante la mentira,
no normalizar el atropello. El futuro de Venezuela, y el de cualquier país
libre, se juega todos los días en la voluntad de quienes se niegan a rendirse.
Este aniversario no es solo un recordatorio de lo que nos
arrebataron. Es una invitación urgente a preguntarnos qué podemos hacer hoy
para que la verdad y la justicia prevalezcan; qué podemos hacer, sea que
llevemos el dolor de Venezuela en la sangre o que simplemente no queramos ver
repetida la tragedia en otras tierras.
La libertad, como la esperanza, es tarea diaria y colectiva.
Nada está perdido mientras haya alguien dispuesto a proteger la llama. Que ese
alguien, seamos todos.