jueves, 7 de agosto de 2025

Las mil caras del Ávila

 El Cerro El Ávila es mucho más que una montaña: es la identidad viva de Caracas y un puente simbólico entre Venezuela, mi país natal, y España, el país que me acogió en tiempos difíciles.

Aunque su nombre original es «Waraira Repano», la versión más sólida señala que «El Ávila» proviene de Gabriel de Ávila, alférez mayor de campo que acompañó a Diego de Losada en la conquista de Caracas y fue nombrado alcalde en 1573.  Sus tierras abrazaban la montaña.  

Sin embargo, también circula la encantadora anécdota de quienes, al mirar su silueta protectora, la comparaban con las murallas de Ávila en Castilla. Entre historia y leyenda, invito a venezolanos y españoles a redescubrir juntos las mil caras de este símbolo compartido.

Este artículo fue publicado originalmente en el portal «Wall Street Internacional Magazine» en enero de 2022.

 

Las mil caras del Ávila

«Toda emoción de ser caraqueño tiene su origen en el Ávila» Alfredo Boulton

El Ávila, esa hermosa e imponente mole de 2.765 metros de altura que separa a Caracas del mar Caribe y la cobija de oeste a este, desde La Pastora hasta Petare, tiene un influjo muy especial, yo diría que mágico, sobre los caraqueños. Con frecuencia desviamos nuestra vista hacia ella y, cuando estamos lejos del terruño, la vista se desvía hacia su imagen, que invariablemente colgamos en la sala de nuestra nueva casa lejos de casa. 

El Ávila no solo es una montaña. Es mucho más. El Ávila …

… es brújula. Cuando la ves con tus ojos, sabes de inmediato dónde está el norte porque ella es el Norte. Cuando ves su imagen, o la imaginas, sabes de inmediato dónde está tu querencia.

…es pulmón y oxígeno vivificante de una ciudad que ha crecido, a veces de forma ordenada, y otras indiscriminadamente.

…es naturaleza, es flora, es fauna, a cuyos pies crece una ciudad de concreto que, a pesar de todo, ha sabido respetarla, quererla y cuidarla.

…es muralla protectora que, en retribución, cuida a la ciudad y a sus habitantes.

…es la musa de escritores y poetas que han dibujado con palabras todo lo que ella significa.

…es leyenda, es volcán, es el refugio de la gran culebra, es ola convertida en roca, es oro enterrado, es base de seres de otros mundos, es lugar de apariciones, de almas en pena, de bendiciones y también de maldiciones.

…es música. Cualquier canción alusiva a Caracas lleva al Ávila en su letra y si no, en su espíritu. Ilan Chester la inmortalizó con su pegajoso «Cerro el Ávila». Piezas como «Flores de Galipán» o «Claveles de Galipán» hacen honor al poblado avileño que riega de flores al valle.  

…es inspiración de pintores, encabezados por Manuel Cabré, «El pintor del Ávila», y tantos otros que no se cansan de plasmar en el lienzo su inconfundible silueta, sus colinas, sus verdes, sus arroyos, sus caminos que conducen al cielo.

…es imán para las cámaras fotográficas que no dejan de conseguir nuevos ángulos, nuevos amaneceres y atardeceres, nuevos matices.

…es agua pura, cristalina, que riega al valle.

…es termómetro, cada vez que el espíritu de «Pacheco» desciende a la ciudad anunciando aquello que los caraqueños llamamos frío. «¡Llegó Pacheco!», decimos cuando llega el momento de echar mano de los abrigos, sin importar el lugar donde nos encontremos.

…es ramillete de flores multicolores que Galipán nos regala a los habitantes del valle.

…es gastronomía. Con espectaculares vistas a Caracas y/o al mar, los comensales pueden degustar deliciosos platos criollos o internacionales. Solo basta contar con una 4x4 o con unas buenas botas de excursión y energía suficiente para acceder a ellos.

…es Semana Santa, anunciada por los palmeros del Ávila que bajan cada año con su carga de brotes de la palma real que se cultiva en sus entrañas.

…es Navidad, anunciada por la cruz que enciende sus luces y también el espíritu navideño de los caraqueños.

…es paraíso de excursionistas que en cada aventura descubren o recrean caminos infinitos e insospechados.

… es campo de entrenamiento de deportistas que infatigablemente tonifican sus músculos y su espíritu para prepararse contra cualquier rival.

…es refugio de enamorados que se prodigan besos y caricias sin que nadie, solo Caracas, se entere.

…es su teleférico, que acerca su cima a cualquier visitante que desee descubrir una vista alucinante en cualquier dirección a la que dirija su mirada.

…es cielo estrellado, más allá de las nubes que cubren la ciudad, que muestran al visitante nocturno la inmensidad del firmamento, inyectando en cada uno de ellos una necesaria dosis de humildad ante la visión impactante del infinito.

…es tristeza y preocupación, cada vez que el fuego destructor consume en minutos lo que tardó años en florecer. También es tragedia y desolación cuando, en contra de su voluntad, no puede retener el agua que recoge de los cielos y se desborda, llevándose por delante todo lo que encuentra a su paso.

…es como quieras llamarla: «Cerro El Ávila», «Waraira Repano», «Sierra grande», «Lugar de las dantas», «La sierra del norte», «La montaña a la mar», «El otro lado del cerro», «La montaña mágica» o simplemente «El Ávila».

…es la suma de todos sus rincones. Es Cachimbo, Clavelito, El Cortafuegos, El Hotel Humboldt, El Picacho, Galindo, Galipán, La Fila, La Julia, Lagunazo, Loma del Cuño, Loma del Viento, Los Platos del Diablo, Los Venados, Papelón, Paraíso, Pico Naiguatá, Pico Occidental, Pico Oriental, Piedra El Indio, Quebrada Chacaíto, Sabasnieves, Sanchorquiz o Camino de los Españoles, Sierra Maestra, Topo Goering, Zamurera.

…es todo eso y mucho más.

…es Caracas.

sábado, 26 de julio de 2025

El aniversario de la dignidad

 Venezuela y la batalla diaria por la democracia

 
Se cumple un año del golpe de Estado electoral que sacudió a Venezuela y desafió la fe de quienes seguimos creyendo en la democracia. Mucho ha pasado desde entonces: jornadas de incertidumbre, silencios forzados, rutas que parecen cerrarse y, sin embargo, persiste una corriente de dignidad y valentía que se niega a extinguirse. No quiero convertir este aniversario en un catálogo de penas. Cada quien sobrelleva la carga a su manera. Pero hoy elijo mirar hacia lo que hemos construido: esperanza activa y memoria que resiste al olvido.

La esperanza, a veces, parece una llama frágil en medio de la tormenta. No importa cuántas veces intenten apagarla; basta que una mano la resguarde, que alguien sople suavemente sobre la mecha, para que la luz regrese. Así, millones de venezolanos, dentro y fuera del país, han hecho posible que la oscuridad no sea total. Cada quien, desde su propio rincón, ha encontrado maneras de sumar, de resistir, de recordar que el poder de la verdad y la justicia es más tenaz que cualquier imposición violenta.

En este año he visto a personas que nunca imaginaron marchar hacerlo en silencio o en voz alta; a quienes tejen redes de solidaridad para quienes lo han perdido todo; a otros que, sin estridencias, mantienen la conversación encendida para que Venezuela no desaparezca del mapa de las prioridades del mundo. Lo que vivimos no es solo advertencia para nosotros. Es una llamada de atención para quienes, en cualquier país, creen que la democracia está blindada. Lo ocurrido aquí demuestra que basta un descuido, una complicidad tácita o una neutralidad cómoda para que los cimientos se agrieten. Las democracias no se pierden en un solo acto: se debilitan cada vez que olvidamos defenderlas.

No sería justo negar que, entre tanta indiferencia, hubo y hay voces que no nos han dejado solos. Algunos gobiernos, organismos y ciudadanos han mantenido una solidaridad sin reservas. No han sido mayoría, pero sí un refugio luminoso. Ellos merecen gratitud y reconocimiento, porque han entendido que el drama de Venezuela no es local, sino universal. A quienes optaron por el silencio, les corresponderá rendir cuentas ante la historia.

La realidad es tozuda: aún falta mucho. El reto venezolano sigue siendo inmenso, y nada garantiza que la transición hacia la democracia esté cerca o sea sencilla. Pero queda la certeza de que no hay fuerza capaz de extinguir la determinación de un pueblo que ha conquistado la conciencia de su propia dignidad.

Hoy no me pregunto qué pueden hacer los líderes o el mundo por Venezuela, sino qué está dispuesto a hacer cada uno de nosotros, allí donde esté, para defender los valores esenciales, para proteger esa llama que es la democracia, para impedir que el mal se vuelva costumbre o el miedo, ley. No importa el tamaño de la trinchera, ni si tu voz resuena en plazas o en susurros digitales. Lo esencial es no ceder a la apatía, no resignarse ante la mentira, no normalizar el atropello. El futuro de Venezuela, y el de cualquier país libre, se juega todos los días en la voluntad de quienes se niegan a rendirse.

Este aniversario no es solo un recordatorio de lo que nos arrebataron. Es una invitación urgente a preguntarnos qué podemos hacer hoy para que la verdad y la justicia prevalezcan; qué podemos hacer, sea que llevemos el dolor de Venezuela en la sangre o que simplemente no queramos ver repetida la tragedia en otras tierras.

La libertad, como la esperanza, es tarea diaria y colectiva. Nada está perdido mientras haya alguien dispuesto a proteger la llama. Que ese alguien, seamos todos.

sábado, 5 de julio de 2025

Despertar o resignarse: el dilema de Occidente

No se trata solo de incertidumbre: Occidente enfrenta una pérdida real y profunda de sus valores fundamentales. Lo que antes fue certeza, hoy se tambalea.

Principios que durante generaciones nos sirvieron de brújula —el respeto, la libertad, la responsabilidad— se ven ahora cuestionados y desplazados por supuestas nuevas virtudes. Lo que creímos inamovible, hoy parece más frágil que nunca.

Nunca he rechazado lo diferente. Todo lo contrario. Siempre he defendido la libertad de cada quien para vivir como desea, mientras no pretenda imponerme una supuesta superioridad moral ni menospreciar lo que soy y en lo que creo.

Pero el respeto es de ida y vuelta.

No soy amigo del victimismo. Tampoco de la resignación. Los Diez Mandamientos, más allá de cualquier fe, han servido de columna vertebral ética a la civilización occidental. Sin esa base, el edificio de la convivencia se tambalea.

Sin embargo, no todo está perdido: hay ejemplos de resiliencia que nos invitan a reflexionar.

El pueblo judío ha dado muestra de fortaleza. De resiliencia. A lo largo de la historia, sus enemigos no solo han sido rivales políticos: han sido quienes los quieren, literalmente, borrar del mapa. Y, aun así, han sobrevivido, han aportado al mundo ciencia, cultura, arte y ejemplo de dignidad. Merecen respeto. Y merecen defensa, sin ambigüedades.

Lamentablemente, ese respeto hoy está ausente en demasiados foros. Hay un silencio cómplice de quienes se proclaman defensores de los derechos humanos. La vara cambia según convenga.

La izquierda, el progresismo, o como se quieran llamar, agotada la vieja lucha de clases, busca nuevas banderas. Feminismo de ocasión, identidades de moda, causas ambientales. No discuto la importancia de las luchas legítimas. Pero sí denuncio el uso interesado e hipócrita de esas causas, la doble moral y el intento de arrasar con la familia, la biología y la libertad de pensamiento.

En España, hemos visto leyes rimbombantes que terminan blindando a criminales y dejando desprotegidas a las verdaderas víctimas. Lo he dicho: la mujer, con su capacidad de resiliencia, inteligencia y aporte a la sociedad, merece admiración, respeto y reconocimiento, pero no a costa de la verdad ni de la justicia. El progresismo de consigna calla ante los abusos fuera de Occidente, donde el horror es cotidiano para mujeres y minorías. Calla, porque allí la denuncia no le resulta útil.

La censura no es ajena a mi experiencia. Escribí durante años en un portal digital. Bastó decir que el sexo es un hecho biológico y que la familia está bajo ataque, para que llegaran los cortes y la censura. Callé una vez y me arrepentí de haberlo hecho. No volví a callar la segunda. Hice pública la denuncia y me fui con la frente en alto. Aprendí que el peligro real no es la voz del intolerante, sino la sumisión de los que deberían hablar.

¿Y qué pasa mientras tanto? Que muchos prefieren el silencio. El miedo a las etiquetas —“derecha”, “ultraderecha”— pesa más que la defensa de principios. Se cede aquí, se otorga allá. Así, los que gritan terminan imponiendo sus reglas.

Eso, y no otra cosa, explica el avance de la cultura woke y sus aliados. No buscan convencerte. Buscan que renuncies a defender lo tuyo. Que te resignes.

Hoy, más que nunca, el peligro es el silencio de quienes, por cansancio, prudencia o comodidad, se apartan y dejan la cancha libre a quienes no tienen reparos en avanzar.

Este no es un llamado al odio ni a la intolerancia. Es un reclamo por la coherencia. Por la valentía. Por la defensa de ese legado imperfecto, sí, pero también inmensamente valioso, que nos ha dado libertad, justicia, familia, posibilidad de vivir y de disentir.

La historia no la escriben los cobardes ni los mudos. Si seguimos callando, otros decidirán hasta cuándo podremos hablar.

Es hora de ir más allá. De pronunciarse, de actuar, de contagiar coraje.

El tiempo de la resignación ya terminó. Lo urgente ahora es defender, sin complejos, los valores que nos trajeron hasta aquí. Lo importante es no ceder más terreno al miedo ni al silencio.

Porque la agenda nunca miente. Y hoy, lo importante es claro: defender lo esencial, antes de que sea tarde.

viernes, 6 de junio de 2025

Las listas que no se publican

 Estados Unidos anunció nuevas restricciones migratorias y Venezuela apareció, como quien no quiere la cosa, en la lista. Una más. Ya no debería sorprender, pero fastidia igual. No porque uno crea que a estas alturas merecemos un trato especial, sino porque, a
pesar del desastre evidente, hay millones de venezolanos que no tendríamos por qué pagar la factura de una dictadura que no elegimos ni promovemos.

Y, sin embargo, ahí estamos. En la misma lista de países donde se cocinan guerras, terrorismo o tiranías de manual. Mientras tanto, quienes han exportado crimen, lavado y chantaje, siguen disfrutando de sus visas diplomáticas y sus riquezas mal habidas. Ironías del mundo libre.

Desde hace más de dos décadas, Venezuela ha venido cayendo en listas de todo tipo: corrupción, inflación, violencia, censura, desnutrición, migración forzada. Y uno ve esas listas y entiende por qué un país que un día fue promesa hoy parece amenaza. Lo que cuesta más es explicar que no siempre fue así.

Hubo un tiempo en que aparecíamos en otras listas. Las de los buenos, incluso brillantes. Cuando yo era niño, Venezuela era el destino al que los europeos iban a buscar lo que su continente destruido por la guerra no podía ofrecerles. Médicos, panaderos, ingenieros, agricultores, trabajadores humildes y ambiciosos que llegaban en barcos sin saber muy bien qué esperar, y encontraban una ciudad con cine, trabajo y futuro.

Caracas era una capital viva, donde los niños iban a la escuela con recursos y con dignidad, los adultos discutían política con cierta ingenuidad y mucho respeto, y las familias se juntaban los domingos sin miedo a que la luz se fuera o que la comida no alcanzara. No era un paraíso. Pero era un país. Uno donde podías imaginar que la próxima generación viviría mejor que la anterior.

 Y después... bueno. Ya sabemos. Llegaron los que prometieron corregirlo todo y se encargaron de destruirlo todo. A la vista está.

Pero hay algo que no está en las listas de organismos internacionales ni en los informes diplomáticos. Algo que no se mide en rankings. Es el impacto subterráneo, callado, pero profundo que hemos tenido los venezolanos honestos en los países donde hemos llegado. Si existiera una lista de los pueblos más resilientes del mundo, ahí estaríamos. Si alguien se tomara la molestia de documentar las historias de los médicos venezolanos mirando a la cara de sus pacientes y salvando vidas en hospitales extranjeros, de las maestras enseñando español en cualquier rincón del mundo, de los jóvenes emprendedores levantando pequeños negocios con más ganas que capital, entonces las noticias serían otras.

Viktor Frankl, que sabía lo que era perderlo todo, escribió: «El hombre es ese ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con la cabeza erguida y el padrenuestro en los labios». Uno no escoge el régimen que le toca, pero sí cómo vivir en medio de él. Y los venezolanos —millones de nosotros— hemos decidido seguir viviendo con dignidad. Eso no es propaganda. Es estadística humana.

Por eso, cuando leo que nos han puesto en una nueva lista negra, no me indigno tanto por la injusticia —que es real— sino por lo incompleto del juicio. Porque si vamos a hacer listas, hagámoslas completas. Que se incluya también a los que han reconstruido sus vidas desde cero, a las mujeres que le dan lecciones de valentía a sus opresores, a los abuelos que aprendieron a mandar audios por WhatsApp para no perder el contacto con los nietos que no han podido abrazar.

Venezuela hoy no es lo que fue. Pero tampoco es solo lo que dicen que es. En cada ciudad donde hay un venezolano reconstruyendo algo, hay una promesa implícita de retorno. No a la geografía, que también, sino a la posibilidad. Porque este país, cuando se le quiten de encima los parásitos que lo exprimen, tiene algo que no se ha perdido: gente con memoria, con talento, con heridas y con ganas.

Que nos apunten en la lista que quieran. Nosotros estamos escribiendo otra. La buena.

viernes, 30 de mayo de 2025

Festival de excusas


 Dicen que perdieron porque María Corina llamó a no votar. Que la abstención fue muy alta. Que el pueblo no salió. ¡Claro! El problema no fue que participaron en una elección fraudulenta, sin árbitro, sin garantías, sin auditoría real.

No. La verdad cruda fue que el pueblo… no obedeció su llamado.

Los eternos aspirantes a algo, esos profesionales del fracaso con falsa credencial opositora, hoy lloran sobre sus cuotas perdidas, como si la democracia fuera una lotería y no un acto de dignidad. Se presentan como víctimas del divisionismo, cuando en realidad fueron cómplices voluntarios del teatro obsceno que montó el dictador. El pueblo, mientras tanto, simplemente decidió no hacerles el juego. Porque cuando todo huele a trampa, lo más sensato es no sentarse a la mesa.

La estrategia de María Corina no solo fue clara, fue moralmente superior. No se trataba de sumar diputados decorativos o gobernaciones simbólicas. Se trataba —se trata— de no legitimar lo ilegítimo. Y el país lo entendió. Habló en silencio y con valentía. Se abstuvo con conciencia. Y eso les dolió más que perder una elección: perdieron la poca credibilidad que les quedaba.

El liderazgo que vale no es el que grita más fuerte ni el que encuentra la mejor excusa. Es el que actúa con coherencia, incluso cuando resulta incómodo o cuando pierde alguna batalla. Porque la confianza se construye cuando las acciones y las palabras se alinean, no cuando se maquillan los fracasos con discursos reciclados.

El 25 de mayo no fue una derrota electoral. Fue una lección de responsabilidad ciudadana. Perdieron los que negociaron con la mentira, aunque hayan logrado recoger algunas migajas. Ganó la coherencia. Y, en medio del lodazal, brilló una verdad innegable: el pueblo ya no compra baratijas disfrazadas de oposición.

Sigamos adelante… hasta el final.

viernes, 23 de mayo de 2025

¿Votar? No. Es hora de botar 🗳️

Elecciones Venezuela
Nos dicen que votemos.

Que esta vez sí.

Que ahora sí ganamos.

Que el mundo nos ve.

Que hay que tener fe.

¡Como si no hubiésemos votado antes!

Como si el 28 de julio no hubiésemos marchado en masa, con esperanza, con dignidad, y demostrado que somos más.

Y aún así, aquí estamos: con el dictador campante, como quien ni se despeinó.

Así que no, gracias.

Esta vez no voy a votar.

Voy a botar.

Voy a botar la ingenuidad de creer que enfrentamos a demócratas en campaña y no a criminales aferrados al poder.

Voy a botar la narrativa complaciente que llama «proceso» a esta farsa.

Voy a botar el miedo, el cansancio, el chantaje de «si no votas, no existes».

 

¡Existimos!

Y también vemos —con dolor y asombro— a quienes traicionaron el espíritu del 28 de julio,

los que alguna vez marcharon con nosotros y hoy se lanzan a recoger migajas,

los que negocian desde el hambre del pueblo y se arrodillan esperando un favor.

No.

No estamos hechos para limosnas disfrazadas de acuerdos.

Estamos hechos para dignidad, justicia y memoria.

 

Nos hicimos millones fuera del país, nos convertimos en diáspora, en exilio, en voz que no se rinde.

Botemos, sí.

Botemos al tirano.

Botemos al verdugo.

Botemos la mentira, la trampa, la resignación.

¿Votar en un autobús sin frenos, manejado por un secuestrador?

No, gracias.

Mi ruta es otra.

La tuya también.

Porque lo que está por venir no será decidido con papeletas amañadas, sino con la fuerza de un pueblo despierto.

Y lo que importa no se mide en cifras manipuladas, sino en la dignidad de quienes no se rinden.

El día que Venezuela despierte —y lo hará— no será por una urna amañada, sino por una decisión colectiva de dejar de jugar bajo sus reglas.

Ese día no votaremos.

Ese día BOTAREMOS.






viernes, 16 de mayo de 2025

La mentira se sofoca cuando la verdad respira


No importa cuánto griten. No importa cuántas urnas llenen de papeles falsos ni cuántas cadenas transmitan para repetir el cuento gastado de la “democracia participativa”. La verdad siempre encuentra grietas. Y esta semana, Venezuela lo ha demostrado de nuevo.

En medio de elecciones amañadas y retóricas vacías, una acción silenciosa —pero profundamente valiente— nos recordó que el alma de un país no se apaga con decretos ni represión.

No es la primera vez que vemos lo imposible ocurrir. Tampoco será la última. Porque, aunque muchos prefieran callar o mirar a otro lado, hay una fuerza viva que no se deja someter: la dignidad. Esa que florece aún en medio del asfalto, como un eco de libertad en tiempos oscuros.

Los que siguen dentro, resistiendo. Los que están fuera, denunciando. Los que escriben, crean, construyen memoria… Todos somos parte del mismo relato: el de un pueblo que, a pesar del exilio, la censura y la traición, se niega a olvidar quién es.

La historia venezolana aún se está escribiendo. Y no la dictarán los usurpadores, sino quienes siguen creyendo en la fuerza de la palabra y en la justicia que, aunque tarde, siempre llega.