pesar del desastre evidente, hay millones de venezolanos que no tendríamos por qué pagar la factura de una dictadura que no elegimos ni promovemos.
Y, sin embargo, ahí estamos. En la misma lista
de países donde se cocinan guerras, terrorismo o tiranías de manual. Mientras
tanto, quienes han exportado crimen, lavado y chantaje, siguen disfrutando de
sus visas diplomáticas y sus riquezas mal habidas. Ironías del mundo libre.
Desde hace más de dos décadas, Venezuela
ha venido cayendo en listas de todo tipo: corrupción, inflación, violencia,
censura, desnutrición, migración forzada. Y uno ve esas listas y entiende por
qué un país que un día fue promesa hoy parece amenaza. Lo que cuesta más es
explicar que no siempre fue así.
Hubo un tiempo en que aparecíamos en otras
listas. Las de los buenos, incluso brillantes. Cuando yo era niño, Venezuela
era el destino al que los europeos iban a buscar lo que su continente destruido
por la guerra no podía ofrecerles. Médicos, panaderos, ingenieros, agricultores,
trabajadores humildes y ambiciosos que llegaban en barcos sin saber muy bien
qué esperar, y encontraban una ciudad con cine, trabajo y futuro.
Caracas era una capital viva, donde los
niños iban a la escuela con recursos y con dignidad, los adultos discutían
política con cierta ingenuidad y mucho respeto, y las familias se juntaban los
domingos sin miedo a que la luz se fuera o que la comida no alcanzara. No era
un paraíso. Pero era un país. Uno donde podías imaginar que la próxima
generación viviría mejor que la anterior.
Y después... bueno. Ya sabemos. Llegaron los que prometieron corregirlo todo y se encargaron de destruirlo todo. A la vista está.
Pero hay algo que no está en las listas de
organismos internacionales ni en los informes diplomáticos. Algo que no se mide
en rankings. Es el impacto subterráneo, callado, pero profundo que hemos tenido
los venezolanos honestos en los países donde hemos llegado. Si existiera una
lista de los pueblos más resilientes del mundo, ahí estaríamos. Si alguien se
tomara la molestia de documentar las historias de los médicos venezolanos mirando
a la cara de sus pacientes y salvando vidas en hospitales extranjeros, de las
maestras enseñando español en cualquier rincón del mundo, de los jóvenes
emprendedores levantando pequeños negocios con más ganas que capital, entonces
las noticias serían otras.
Viktor Frankl, que sabía lo que era
perderlo todo, escribió: «El hombre es ese ser que inventó las cámaras de gas,
pero también es el ser que entró en ellas con la cabeza erguida y el
padrenuestro en los labios». Uno no escoge el régimen que le toca, pero sí cómo
vivir en medio de él. Y los venezolanos —millones de nosotros— hemos decidido
seguir viviendo con dignidad. Eso no es propaganda. Es estadística humana.
Por eso, cuando leo que nos han puesto en
una nueva lista negra, no me indigno tanto por la injusticia —que es real— sino
por lo incompleto del juicio. Porque si vamos a hacer listas, hagámoslas
completas. Que se incluya también a los que han reconstruido sus vidas desde
cero, a las mujeres que le dan lecciones de valentía a sus opresores, a los
abuelos que aprendieron a mandar audios por WhatsApp para no perder el contacto
con los nietos que no han podido abrazar.
Venezuela hoy no es lo que fue. Pero
tampoco es solo lo que dicen que es. En cada ciudad donde hay un venezolano
reconstruyendo algo, hay una promesa implícita de retorno. No a la geografía,
que también, sino a la posibilidad. Porque este país, cuando se le quiten de
encima los parásitos que lo exprimen, tiene algo que no se ha perdido: gente
con memoria, con talento, con heridas y con ganas.
Que nos apunten en la lista que quieran.
Nosotros estamos escribiendo otra. La buena.