Publicado el 21 de septiembre de 2024
En el escenario internacional actual, hay dos izquierdas.
Ambas conocen la verdad sobre lo que ocurre en Venezuela.
Ambas comparten, en el fondo, una misma complicidad.
Pero se diferencian en la manera en que la ejercen.
La primera es la izquierda sin máscaras.
Defiende abiertamente a regímenes como el venezolano.
Niega las violaciones de derechos humanos, justifica la represión y repite sin pudor la narrativa del poder.
Es, en cierto modo, una izquierda "honesta" con su ideología, aunque profundamente ajena a la justicia.
La segunda es más peligrosa.
Es la izquierda tibia, moderada en apariencia, que habla de diálogo, que evita definiciones y se esconde tras posturas ambiguas.
Sabe perfectamente lo que ocurre, pero calla o relativiza.
Y ese silencio calculado, esa neutralidad cómoda, la convierte en cómplice disfrazado.
Un caso emblemático es el del Papa Francisco, quien recientemente declaró:
«No he estado siguiendo la situación en Venezuela, pero el mensaje que le daría al gobierno es: dialoguen y hagan la paz. Una dictadura no sirve a nadie y termina mal, tarde o temprano.»
Estas palabras, que podrían parecer prudentes o diplomáticas, revelan en realidad una desconexión alarmante.
No se trata de una disputa política.
Se trata de crímenes de lesa humanidad, de vidas que se pierden cada día bajo un régimen opresivo.
Y lo que se espera de una voz moral como la del Papa no es un regaño tibio, sino una condena clara y valiente.
Mientras tanto, la comunidad internacional se distrae con debates sobre lo evidente, como si la tragedia necesitara más pruebas.
Y Venezuela sigue sangrando.
Cada día que se posterga la acción, ya sea por afinidad ideológica, interés económico o simple cobardía política, es una traición al pueblo venezolano.
Ya no hay excusas.
Todos saben lo que pasa.
Lo que falta no es información.
Lo que falta es coraje.
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