Publicado el 10 de agosto de 2024
La situación en Venezuela es grave, pero no confusa. El propio dictador lo dijo en febrero:
«¡Y vamos a ganar, por las buenas o por las malas!»
Y diez días antes de las elecciones, amenazó con un baño de sangre si su victoria no era “garantizada”. No hace falta interpretar nada. Fue una advertencia pública y deliberada.
El 28 de julio, Edmundo González ganó, con pruebas legales en mano, por un margen de 2 a 1. Y podría haber sido 3 a 1 si los millones de venezolanos en el exterior hubiésemos podido votar.
Frente a esto, figuras como Celso Amorín (asesor de Lula) y Gustavo Petro han expresado su “temor” de que una guerra civil pueda estallar en Venezuela.
Pero hay que decirlo sin rodeos: eso no es cierto.
Una guerra civil supone dos bandos armados enfrentándose. En Venezuela, solo el régimen tiene las armas.
Además de su poder militar interno, cuenta con mercenarios y apoyo de fuerzas extranjeras, principalmente cubanas.
La oposición, por el contrario, ha sido coherente en su llamado a la paz, al respeto del resultado electoral y a la movilización cívica. ¿Dónde está entonces el otro bando armado?
No hay dos Venezuela enfrentadas. No hay polarización real.
Lo que hay es un pueblo unido exigiendo cambio, y una cúpula armada negada a ceder el poder.
Lo que ocurre no es una guerra civil en camino, es un crimen de lesa humanidad en desarrollo.
Y al plantear la idea de un “conflicto entre bandos”, Petro y Amorín están distorsionando la verdad, suavizando el crimen y dándole excusas al opresor.
Lo que necesitamos no es confusión ni discursos ambiguos.
Necesitamos que el mundo actúe, que se detenga el genocidio en marcha y se reconozca la lucha pacífica del pueblo venezolano.
Esto no es una guerra.
Es una resistencia civil frente a una dictadura armada.
Y la historia no será indulgente con quienes hoy eligen mirar hacia otro lado.
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