Publicado el 18 de noviembre de 2024
El feminismo se ha convertido en una de las banderas más visibles de la izquierda contemporánea.
Sin embargo, cuando se examinan ciertos casos emblemáticos, la coherencia se desvanece.
Lo que aparenta ser una convicción profunda, en muchos casos, no es más que una estrategia de marketing político.
La izquierda occidental condena públicamente a figuras como Alberto Fernández o Íñigo Errejón solo cuando las acusaciones de maltrato son imposibles de silenciar.
En el caso de Errejón, los señalamientos de acoso eran un secreto a voces entre sus propias compañeras de partido, y aún así, nadie alzó la voz hasta que el escándalo estalló.
La doble moral es evidente:
no se actúa por principios, sino por cálculo.
Se protege al aliado mientras sea útil y se lo suelta solo cuando se convierte en un riesgo de imagen.
Esta hipocresía no se limita a los casos internos.
También se expresa en el silencio cómplice ante los regímenes autoritarios aliados, como el de Nicolás Maduro.
A pesar de las pruebas de violencia sexual, tortura y represión sistemática contra mujeres venezolanas, la izquierda “feminista” internacional guarda silencio.
Ni una condena. Ni una exigencia de justicia.
Solo complicidad ideológica encubierta de progresismo.
Tampoco se escucha a estos líderes alzar la voz contra gobiernos donde las mujeres son tratadas como objetos, silenciadas y despojadas de sus derechos.
¿Por qué? Porque denunciar esos abusos podría incomodar a sus aliados estratégicos.
Si el feminismo fuera una convicción —como aseguran en sus discursos—,
harían del respeto a los derechos de las mujeres una causa sin excepciones ni fronteras.
Y Venezuela, entre muchos otros ejemplos, ya habría sido señalada y condenada con la misma energía con la que se critica a enemigos ideológicos.
Pero no lo hacen.
Porque en demasiados casos, el feminismo no es una causa. Es una excusa.
Una etiqueta útil para ganar aplausos… mientras se protege al verdugo si resulta ser “de los nuestros”.
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